viernes, 31 de julio de 2009

Listo el rígido,
impenetrable escudo.
Pero no es necesario:
Cupido no me mira.

jueves, 30 de julio de 2009

Empatía

El árbol caído
El pozo seco
La tierra árida
El cauce vacío
La flor marchita
El día sin sol
El libro arrumbado
El perro sin dueño

He estado allí

lunes, 27 de julio de 2009

Evocación.

Con esfuerzo puedo apenas recordar a aquella niñita flacucha y pálida que, tímidamente, se acercaba con su balde, su pala y algunas otras chucherías,
al grupo de chicos que jugaba en la arena.
A los pocos minutos, primero uno, luego otro, los demás pequeños empezaban a tomar los juguetes de la nena hasta que, finalmente, ella quedaba sin nada, calladita, mirando la arena.
Recuerdo que su mamá, desde una silla, observaba la escena - que no por recurrente dejaba de incomodarla - y se acercaba al grupo; alzaba a su hija y juntaba uno a uno los juguetes arrebatados mientras sugería: “Por qué no venís a jugar con tus papás y tu hermanito, que está solo?”
Sé que pasaron muchos años, y el otro día me contaron que ya no está la mamá para rescatar a esa niña convertida en mujer, que hasta hoy sigue calladita, mirando el piso .....

sábado, 25 de julio de 2009

El otro yo


Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el proposito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

La Noche boca Arriba


"Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida."

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviandose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podia soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecín pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huír de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía alli como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", penso. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpion de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas alla de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le parecío deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebio del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintio las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frio le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el brónze; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, deseparadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, escubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

miércoles, 22 de julio de 2009

Amor constante más allá de la muerte

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso, lisonjera.
Mas no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria en donde ardía.
Nadar sabe mi llama la agua fría
y perder el respeto a ley severa.

Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas, que humor a tanto fuego han dado,
médulas, que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán cenizas mas tendrán sentido:
polvo serán, mas polvo enamorado.

martes, 21 de julio de 2009

Balada de la Primera Novia


de "Crónicas del Angel Gris"

El poeta Jorge Allen tuvo su primera novia a la edad de doce años. Guarden las personas mayores sus sonrisas condescendientes. Porque en la vida de un hombre hay pocas cosas mas serias que su amor inaugural. Por cierto, los mercaderes, los refutadores de Leyendas y los aplicadores de inyecciones parecen opinar en forma diferente y resaltan en sus discursos la importancia del automóvil, la higiene, las tarjetas de crédito y las comunicaciones instantáneas. El pensamiento de estas gentes no debe preocuparnos. Después de todo han venido al mundo con propósitos tan diferentes de los nuestros, que casi es imposible que nos molesten. Ocupémonos de la novia de Allen. Su nombre se ha perdido para nosotros, no lejos de Patricia o Pamela. Fue tal vez morocha y linda. El poeta niño la quiso con gravedad y temor. No tenía entonces el cínico aplomo que da el demasiado trato con las mujeres. Tampoco tenía -ni tuvo nunca- la audacia guaranga de los papanatas. Las manifestaciones visibles de aquel romance fueron modestas. Allen creía recordar una mano tierna sobre su mentón, una blanca vecindad frente a un libro de lectura y una frase, tan solo una: "Me gustás vos." En algún recreo perdió su amor y más tarde su rastro. Después de una triste fiestita de fin de curso, ya no volvió a verla ni a tener noticias de ella. Sin embargo siguió queriéndola a lo largo de sus años. Jorge Allen se hizo hombre y vivió formidables gestas amorosas. Pero jamás dejó de llorar por la morocha ausente. La noche en que cumplía treinta y tres años, el poeta supo que había llegado el momento de ir a buscarla. Aquí conviene decir que la aventura de la Primera Novia es un mito que aparece en muchísimos relatos del barrio de Flores. Los racionalistas y los psicólogos tejen previsibles metáforas y alegorías resobadas. De ellas surge un estado de incredulidad que no es el más recomendable para emocionarse por un amor perdido. A falta de mejor ocurrencia, Allen merodeó la antigua casa de la muchacha, en un barrio donde nadie la recordaba. Después consultó la guía telefónica y los padrones electorales. Miró fijamente a las mujeres de su edad y también a las niñas de doce años. Pero no sucedió nada. Entonces pidió socorro a sus amigos, los Hombres Sensibles de Flores. Por suerte, estos espíritus tan proclives al macaneo metafísico tenían una noción sonante y contante de la ayuda. Jamás alcanzaron a comprender a quienes sostienen que escuchar las ajenas lamentaciones es ya un servicio abnegado. Nada de apoyos morales ni palabras de aliento. Llegado el caso, los muchachos del Angel Gris actuaban directamente sobre la circunstancia adversa: convencían a mujeres tercas, amenazaban a los tramposos, revocaban injusticias, luchaban contra el mal, detenían el tiempo, abolían la muerte. Así, ahorrándose inútiles consejos, con el mayor entusiasmo buscaron junto al poeta a la Primera Novia. El caso no era fácil. Allen no poseía ningún dato prometedor. Y para colmo anunció un hecho inquietante: - Ella fue mi primera novia, pero no estoy seguro de haber sido su primer novio. - Esto complica las cosas -dijo Manuel Mandeb, el polígrafo-. Las mujeres recuerdan al primer novio, pero difícilmente al tercero o al quinto. El músico Ives Castagnino declaró que para una mujer de verdad, todos los novios son el primero, especialmente cuando tienen carácter fuerte. Resueltas las objeciones leguleyas, los amigos resolvieron visitar a Celia, la vieja bruja de la calle Gavilán. En realidad, Allen debió ser llevado a la rastra, pues era hombre temeroso de los hechizos. - Usted tiene una gran pena -gritó la adivina apenas lo vio. - Ya lo sé señora... dígame algo que yo no sepa... - Tendrá grandes dificultades en el futuro... - También lo sé... - Le espera una gran desgracia... - Como a todos, señora... - Tal vez viaje... - O tal vez no... - Una mujer lo espera... - Ahi me va gustando... ¿Dónde está esa mujer? - Lejos, muy lejos... En el patio de un colegio. Un patio de baldosas grises. - Siga... con eso no me alcanza. - Veo un hombre que canta lo que otros le mandan cantar. Ese hombre sabe algo... Veo también una casa humilde con pilares rosados. - ¿Qué más? - Nada más... Cuanto más yo le diga, menos podrá usted encontrarla. Váyase. Pero antes pague. Los meses que siguieron fueron infructuosos. Algunas mujeres de la barriada se enteraron de la búsqueda y fingieron ser la Primera Novia para seducir al poeta. En ocasiones Mandeb, Castagnino y el ruso Salzman simularon ser Allen para abusar de las novias falsas. Los viejos compañeros del colegio no tardaron en presentarse a reclamar evocaciones. Uno de ellos hizo una revelación brutal. - La chica se llamaba Gomez. Fue mi Primera Novia - ¡Mentira! -gritó Allen. - ¿Por qué no? Pudo haber sido la Primera Novia de muchos. Entre todos lo echaron a patadas. Una tarde se presentó una rubia estupenda de ojos enormes y esforzados breteles. Resultó ser el segundo amor del poeta. Algunas semanas después apareció la sexta novia y luego la cuarta. Se supo entonces que Jorge Allen solía ocultar su pasado amoroso a todas las mujeres, de modo que cada una de ellas creía iniciar la serie. A fines de ese año, Manuel Mandeb concibió con astucia la idea de organizar una fiesta de ex-alumnos de la escuela del poeta. Hablaron con las autoridades, cursaron invitaciones, publicaron gacetillas en las revistas y en los diarios, pegaron carteles y compraron masas y canapés. La reunión no estuvo mal. Hubo discursos, lágrimas, brindis y algún reencuentro emocionante. Pero la chica de apellido Gómez no concurrió. Sin embargo, los Hombres Sensibles -que estaban allí en calidad de colados- no perdieron el tiempo y trataron de obtener datos entre los presentes. El poeta conversó con Inés, compañera de banco de la morocha ausente. - Gómez, claro -dijo la chica-. Estaba loca por Ferrari. Allen no pudo soportarlo. - Estaba loca por mí. - No, no... Bueno, eran cosas de chicos. Cosas de chicos. Nada menos. Amores sin cálculo, rencores sin piedad, traiciones sin remordimiento. El petiso Cáceres declaró haberla visto una vez en Paso del Rey. Y alguien se la había cruzado en el tren que iba a Moreno. Nada más. Los muchachos del Ángel Gris fueron olvidando el asunto. Pero Allen no se resignaba. Inútilmente buscó en sus cajones algún papel subrepticio, alguna anotación reveladora. Encontró la foto oficial de sexto grado. Se descubrió a sí mismo con una sonrisa de sonso. La morochita estaba lejos, en los arrabales de la imagen, ajena a cualquier drama. - ¡Ay, si supieras que te he llorado....! Si supieras que me gustaría mostrarte mi hombría... Si supieras todo lo que aprendí desde aquel tiempo... Una noche de verano, el poeta se aburría con Manuel Mandeb en una churrasquería de Caseros. Un payador mediocre complacía los pedidos de la gente. - Al de la mesa del fondo le canto sinceramente... De pronto Allen tuvo una inspiración. - Ese hombre canta lo que otros le mandan cantar. - Es el destino de los payadores de churrasquería. - Celia, la adivina, dijo que un hombre así conocía a mi novia... Mandeb copó la banca. - Acérquese, amigo. El payador se sentó en la mesa y aceptó una cerveza. Después de algunos vagos comentarios artísticos, el polígrafo fue al asunto. - Se me hace que usted conoce a una amiga nuestra. Se apellida Gómez, y creo que vivía por Paso del Rey. - Yo soy Gómez -dijo el cantor-. Y por esos barrios tengo una prima. Después pulsó la guitarra, se levantó y abandonando la mesa se largó con una décima. - Acá este amable señor conoce una prima mía que según creo vivía en la calle Tronador.
Vaya mi canto mejor con toda mi alma de artista tal vez mi verso resista pa' saludar a esta gente y a mi prima, la del puente sobre el Río Reconquista. Durante los siguientes días los Hombres Sensibles de Flores recorrieron Paso del Rey en las vecindades del río Reconquista, buscando la calle Tronador y una casa humilde con pilares rosados. Una tarde fueron atacados por unos lugareños levantiscos y dos noches después cayeron presos por sospechosos. Para facilitarse la investigación decían vender sábanas. Salzman y Mandeb levantaron docenas de pedidos. Finalmente, la tarde que Jorge Allen cumplía treinta y cuatro años, el poeta y Mandeb descubrieron la casa. - Es aquí. Aquí están los pilares rosados. Mandeb era un hombre demasiado agudo como para tener esperanzas. - No me parece. Vámonos. Pero Allen tocó el timbre. Su amigo permaneció cerca del cordón de la vereda. - Aquí no es, rajemos. Nuevo timbrazo. Al rato salió una mujer gorda, morochita, vencida, avejentada. Un gesto forastero le habitaba el entrecejo. La boca se le estaba haciendo cruel. Los años son pesados para algunas personas. - Buenas tardes -dijo la voz que alguna vez había alegrado un patio de baldosas grises. Pero no era suficiente. Ya la mujer estaba más cerca del desengaño que de la promesa. Y allí, a su frente, Jorge Allen, más niño que nunca, mirando por encima del hombro de la Primera Novia, esperaba un milagro que no se producía. - Busco a una compañera de colegio -dijo-. Soy Allen, sexto grado B, turno mañana. La chica se llamaba Gómez. La mujer abrió los ojos y una niña de doce años sonrió dentro suyo. Se adelantó un paso y comenzó una risa amistosa con interjecciones evocativas. Rápido como el refucilo, en uno de los procedimientos más felices de su vida, Mandeb se adelantó. - Nos han dicho que vive por aquí... Yo soy Manuel Mandeb, mucho gusto. Y apretó la mano de la mujer con toda la fuerza de su alma, mientras le clavaba una mirada de súplica, de inteligencia o quizás de amenaza. Tal vez inspirada por los ángeles que siempre cuidan a los chicos, ella comprendió. - Encantada -murmuró-. Pero lamento no conocer a esa persona. Le habrán informado mal. - Por un momento pensé que era usted -respiró Allen-. Le ruego que nos disculpe. - Vamos -sonrió Mandeb-. La señora bien pudo haber sido tu alumna, viejo sinvergüenza... Los dos amigos se fueron en silencio. Esa noche Mandeb volvió solo a la casa de los pilares rosados. Ya frente a la mujer morocha le dijo: - Quiero agradecerle lo que ha hecho.... - Lo siento mucho... No he tenido suerte, estoy avergonzada, míreme.... - No se aflija. El la seguira buscando eternamente. Y ella contestó, tal vez llorando: - Yo también. - Algún día, todos nos encontraremos. Buenas noches, señora. Las aventuras verdaderamente grandes son aquellas que mejoran el alma de quien las vive. En ese único sentido es indispensable buscar a la Primera Novia. El hombre sabio debera cuidar -eso sí- el detenerse a tiempo, antes de encontrarla. El camino está lleno de hondas y entrañables tristezas. Jorge Allen siguió recorriéndolo hasta que él mismo se perdió en los barrios hostiles junto con todos los Hombres Sensibles.

sábado, 18 de julio de 2009

La pata de mono

I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
FIN
1902

viernes, 17 de julio de 2009

Historia

Mi gesto.
Y antes, el gesto de mi padre.
Y antes del suyo, el gesto de mi abuela.
Y antes aún, el gesto de todos los que la precedieron en el cansancio.

Marité G. 27/3/2009

Las emociones de los que ya no están ¿a dónde van?

Queridos muertos
¿A dónde fueron a parar sus emociones? Muchas se han ido con ustedes. Pero hay otras, imborrables, que quedan dando vueltas, solapadas, en las cabezas de quienes los lloramos o los recordamos con nostalgia. Son las que surgen, multiplicándose, cuando la memoria emotiva irrumpe en nuestras rutinas. Sí, esas emociones persisten. Estoy viendo a mi suegra emocionada ante un nuevo vestido de novia (¿el décimo?, ¿el vigésimo?) colgado de la araña del comedor, a la espera de la clienta. Emoción que la transportaba a su Italia natal, cuando, a los diez años, bajo la mirada atenta de su madrastra daba las primeras puntadas en el paño blanco... Infinitas puntadas perfectas, más tarde, a los veinticuatro años, durante horas eternas, mientas las sirenas no anunciaran el bombardeo próximo y tuvieran que refugiarse en el sótano por enésima vez...
Inés Santana

Lo que nos ceden los que se fueron
Otoño. Caminando... De repente; un olor... Recuerdo ese olor. Almuerzo en lo de mi nonna. Alegría inmensa; añoro la risa, las charlas. Familiares, unidas. Interpreto la felicidad de ella… La que sentía mi nonna ya fallecida.
De mañana. Una risa inagotable estalla en mí. Sin saber de qué, sólo me siento completa, absoluta…
¿Por qué me acordé de mi abuelo? ¿Será que él se hubiera reído también de algo que vi entre mis pasos? Sí, la vecina que corta el pasto con soquetes y ojotas, rulos al viento y esa bata agujereada… Gritándole al gato como si fuera a entenderla…
Más tarde una lágrima cae en mi mejilla, capaz de penetrar mi alma… Esa lágrima se escapó imponente. Un recuerdo que nunca viví. Recuerdo de ruido, de gritos, soledad… La guerra que nunca hice…
¿Será que todas y cada una de las emociones de los que ya no están nos son cedidas a nosotros de repente, por asalto? ¿Para que tengamos la dicha de sentir nosotros con más fuerza?
Julieta Favaro


Las emociones de los que ya no están quedan titilando en los bordes de la vida. Son pequeñas vibraciones, olitas que circundan todo lo que nos rodea. Los que todavía están se nutren, en gran medida, de esas luces, de esos fulgores... Muchas emociones huérfanas se revitalizan cuando alguien las retoma. Otras se funden, otras se repelen.
Alejo Zabalza


...sin embargo, ellas no se quieren ir. Entonces se adhieren a las almohadas de los amantes, se escabullen en los bolsillos de los amigos, aprietan la garganta del enemigo y no lo dejan respirar; se meten en los ojos de los extraños, hasta hacerlos llorar sin motivo, se pegotean en la ropa de los hijos y nietos intentando protegerlos.
Se aferran con fuerza, para no soltar. Y así permanecen entre nosotros … las emociones de los que ya no están.
V.M.L


Vi una foto de 1855. Era la nueva aduana Taylor, Buenos Aires hace más de 150 años: varias personas caminan bajo el sol, casi en el mismo lugar donde ahora lo hago yo... En algún lado debe estar, tiene que estar, algo de lo que ellos sintieron.
Marité G.


Las emociones de los que ya no están quedan en los recuerdos de las personas que los añoran. Algunas se van evaporando poco a poco con el tiempo, hasta volverse dudosas y esquivas. En ciertas ocasiones, forman una larga procesión de imágenes que se proyectan en nuestra mente en forma continua y natural, transportándonos a cálidos tiempos. A veces se esconden en los lugares más profundos de nuestro corazón, como si no hubieran existido y cuando uno menos lo imagina se hacen presentes y nos demuestran que viven en nosotros.
Carolina Lencina


Cuando llegué al Vieux Port, el viejo puerto de Marsella, sentí una emoción muy grande. Fue hace varios años y recuerdo ese sentimiento como uno de los más intensos entre los que se puede experimentar en los viajes. Pero no entendía bien, tampoco entiendo hoy esa emoción, que no era la misma de París, la que despierta el cuadro de tu pintor preferido frente a vos o el hecho de pisar un lugar largamente soñado.
Después recordé haber escuchado que mi abuela paterna, a quien no conocí, había hecho escala en Marsella, en su viaje de exilio entre Alejandría y Buenos Aires. Como a tantos otros que dejaban su hogar atrás y se aventuraban hacia un rumbo desconocido, ¿qué esperanzas, qué tristezas, qué miedos la habrán invadido en ese barco, en esos puertos? No puedo saberlo. Y al palpar en la memoria lo que me provocó la vista del Vieux Port, como una postal que me atraviesa, me pregunto a dónde fueron las emociones de los que ya no están.
Liliana Kaploean



Menuda pregunta hacés: ¿A dónde van/fueron las emociones de los que ya no están?Respuesta: se disipan. Como la memoria de un microchip, cuando se destruye. No queda na de na (como dirían los andaluces).
Ricardo Georges


Ya no sé dónde se escondió ese estremecimiento que me invadía cada vez que te miraba a los ojos.Ya no recuerdo cómo recorrer tu cuerpo con los ojos cerrados para ser invadida por ansias febriles. Ya no existen sentimientos ni sensaciones plenas. He quedado vacía sobre la cama.Son olvidos de muchos cuerpos sin nombres, sin rostros, sin pensamientos, sin almas.Son presencias que estallan en mi cabeza cuando quiero dormir y se escapan por la puerta entreabierta para merodear por calles inciertas o viajar en vagones vacíos de existencia.
Virna Kohle

Me reconozco creyente en Dios aunque no sé si ahora me sienta cercano a Él y lo quiera tanto como antes. Pero ese es otro tema.
Si empecé estas líneas declarando mi fe cabizbaja es porque creo que las personas que fueron parte de nuestra vida marcharon a algún lugar eterno con muchas de sus pertenencias. Me imagino a los míos llevando sobre los hombros sacos llenos de vivencias, emociones, alegrías y llantos. Con un poco más de esto y un poco menos de aquello: no hay reglas.
Como pertenencias inseparables, allí están guardadas, en la talega infinita, listas para ser vividas nuevamente. Cuando recuerdo a los míos y vuelvo al pasado, es porque ellos han echado mano a alguna y las reviven pero en tiempo presente, porque allí el pasado y el futuro se funden en él.
Nadie sabe cuál es el mecanismo misterioso. Simplemente funciona. Para unos más, para otros menos...hasta que nos encontremos nuevamente en un abrazo que no tiene fin.
Gastón Álvarez

Dónde van las emociones de los que ya no están es para mí también un misterio, pero quiero creer que las transmiten a las personas más queridas. Por eso, a veces nos sentimos tristes o preocupados sin causa aparente. Aunque no podemos verlos ni abrazarlos, siguen acompañándonos y velando por nuestro bienestar. Perciben nuestros sentimientos; nos comunican fortaleza para sobrellevar las dificultades de la vida terrenal; nos envían buenas energías para continuar o restablecer una relación armónica con nuestro propio espíritu y con los demás. Nunca los olvidaremos; no laten sus corazones, pero aún resuenan sus palabras y obras en nuestro interior.
María Graciela Torres

lunes, 13 de julio de 2009

Como decía García Lorca....


Dos horas antes, la ansiedad me tenía en vilo.
Una hora antes, me bañé, me puse mi mejor perfume, mi pelo se ondulaba sin permiso y lo discipliné sin piedad a puro cepillo y secador. El corazón se me desbocaba.
Caminando de punta a punta del departamento logré que las manecillas del reloj corrieran más rápido, hasta alcanzar un horario digno de una mujer de mundo: tampoco podía llegar al bar quince minutos antes…eso haría que mis acciones llegaran a su piso.
Tome un taxi y diez minutos después, con mi mejor cara de indiferencia, estaba entrando. Allí estaba él y aunque no se parecía a su foto, lo reconocí de inmediato, lo supe al instante.
Nos saludamos un poco cohibidos y el tiempo se congeló: el reloj dejó de avanzar, cada segundo era una eternidad.
Un tímido -¿Vamos? - se escapó de mi garganta.
“…..y lo llevé por calles oscuras”, las más oscuras que pude encontrar.
Los sapos no se convierten en príncipes, ni siquiera en humanos, y no es cosa que te sorprendan en flagrante cita con un batracio.

Huellas.


Cuando salíamos de la piletita infantil de la terraza, nos llamaban la atención nuestras huellas mojadas, que un sol calcinante borraba con rapidez del piso hirviente de la siesta.
El agua dibujaba los pies enteros de Gabriela en el suelo, pero sólo una leve luna menguante unía el contorno del talón y del metatarso en mis pisadas.
Antes de que mi amiga recurriera a su abuela, y sin ningún conocimiento de ortopedia a mis 5 años, yo intuía que mis pies no tenían nada de malo, a pesar de las mofas de Gabriela. Con esa confianza esperé la sentencia.
-Abuela, mirá las marcas que deja ella y mirá las mías. ¿No que las mías están bien y las de ella están mal?
-No, vos dejás el pie entero porque tenés pie plano.
Yo no sabía qué era eso. Pero no importaba, mis pisadas incompletas eran las buenas.
A veces, ya de grande, vuelvo a tener esa sensación, mezcla de alivio y humilde victoria cuando, después de una discusión, algo me confirma que yo no estaba equivocada.

12 de julio de 2009

Irreconciliables.


- Esta relación no va....ya no puedo sostenerla.

- No me digas eso!....Yo te amo! Vos no sentís lo mismo por mí?

- Si, pero no alcanza. No tenemos nada en común : no nos gustan las mismas comidas, no nos divierten las mismas cosas, no nos comunicamos de la misma manera; vos sabés demasiado, y yo no puedo comprender de qué me hablás....y tu manera de hacer el amor...no sé cómo explicarte....no me puedo acostumbrar. Definitivamente pertenecemos a mundos muy distintos.

- Y el amor no puede salvar todas las diferencias? Vas a darte por vencido??

Él la miró con tristeza, sin palabras. Ella, con los ojos llenos de lágrimas, chasqueó los dedos y allí mismo se desvaneció en el aire, para siempre; y regresó a su planeta.

domingo, 12 de julio de 2009

No se culpe a nadie.


El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, sunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

El amenazado.

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche atemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oir tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.

La Peste y Nasrudín (Enviado por Verónica Maniscalco)

Iba la Peste camino a Bagdad cuando se encontró con Nasrudín.
Él le preguntó: - ¿A dónde vas?
La peste le contestó: - A Bagdad, a matar a diez mil personas - Después de un tiempo, la peste volvió a encontrarse con Nasrudín.
Muy enojado, Nasrudín, le dijo: - Me mentiste. Dijiste que matarías a diez mil personas y mataste a cien mil -.
Y la peste respondió: - Yo no mentí, maté diez mil, el resto ... se murió de miedo - .

viernes, 10 de julio de 2009

Carta a una señorita en París.


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun-que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pudee me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡ Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vaina esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

Texto Expositivo

MINISTERIO DE EDUCACIÓN Temas y Actividades
Servicio de Educación a Distancia
Lengua
3° año secundario

El texto expositivo. Funciones. Características.
Procedimientos. La organización de la información.
¿A qué llamamos texto expositivo?
Decimos que un texto es expositivo cuando tiene como función fundamental
informar, pero no es la única función esta de transmitir información. Un texto
expositivo no solo proporciona datos sino que además agrega explicaciones,
describe con ejemplos y analogías, con el fin de guiar y facilitar la comprensión
de determinado tema. Entonces, podemos decir que los textos expositivos
tienen diversas funciones:
· son informativos porque presentan datos o información sobre hechos,
fechas, personajes, teorías, etc.;
· son explicativos porque la información que brindan incorpora
especificaciones o explicaciones significativas sobre los datos que
aportan;
· son directivos porque funcionan como guía de la lectura, presentando
claves explícitas (introducciones, títulos, subtítulos, resúmenes) a lo
largo del texto. Estas claves permiten diferenciar las ideas o los
conceptos fundamentales de los que no lo son.
Los textos expositivos están presentes en todas las ciencias, tanto en las
físico-matemáticas y en las biológicas como en las sociales, ya que el objetivo
central de la ciencia es proporcionar explicaciones a los fenómenos
característicos de cada uno de sus campos. Obviamente, de acuerdo con la
ciencia de que se trate, variará la forma del texto expositivo. No tiene las
mismas características un texto sobre la estructura del átomo que uno sobre la
Revolución de Mayo.
Pero sin embargo, podemos decir que hay características comunes a este
tipo de texto. ¿Cuáles son esas características?
· predominan las oraciones enunciativas,
· se utiliza la tercera persona,
· los verbos de las ideas principales se conjugan en Modo Indicativo,
· el registro es formal,
Actividades
Vamos a trabajar con el siguiente texto expositivo.
Leelo atentamente:
Los flamencos son aves gregarias altamente especializadas, que habitan
sistemas salinos de donde obtienen su alimento (compuesto generalmente de
algas microscópicas e invertebrados) y materiales para desarrollar sus hábitos
reproductivos. Las tres especies de flamencos sudamericanos obtienen su
alimento desde el sedimento limoso del fondo de lagunas o espejos lacustres salinos
de salares. El pico del flamenco actúa como una bomba filtrante. El
agua y los sedimentos superficiales pasan a través de lamelas en las que
quedan depositadas las presas que ingieren. La alimentación consiste
principalmente en diferentes especies de algas diatomeas, pequeños
moluscos, crustáceos y larvas de algunos insectos. Para ingerir el alimento,
abren y cierran el pico constantemente produciendo un chasquido leve en el
agua, y luego levantan la cabeza como para ingerir lo retenido por el pico. En
ocasiones, se puede observar cierta agresividad entre los miembros de la
misma especie y frente a las otras especies cuando está buscando su
alimento, originada posiblemente por conflictos de territorialidad.
Omar Rocha, Los flamencos del altiplano boliviano. Alimentación.
Vamos a verificar si se cumplen las características de los textos expositivos.
1. Revisá si efectivamente todas las oraciones son enunciativas y si están
en tercera persona.
2. ¿Los verbos están en modo indicativo?
3. ¿Hay algún indicio de registro informal en el texto?
4. Hacé un listado de los términos técnicos o científicos que aparecen.
5. Completá la siguiente oración: el texto de los flamencos es expositivo
porque……………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………
…………………………………….................................................................
...................................................................................................................
Procedimientos de los textos expositivos
¿Qué procedimientos se utilizan en los textos expositivos? Vamos a ver
algunos que seguramente conocés muy bien y que vamos a ejemplificar con
textos que de físico-química y de biología. Estos son:
_ la definición,
_ la clasificación,
_ la comparación o analogía,
_ la ejemplificación.
Veamos cada uno:
_ La definición es un procedimiento habitual de los discursos expositivos,
ya que para explicar un objeto muchas veces es necesario definirlo
previamente. Una definición debe incluir el género y la diferencia
específica, es decir, la clase de objetos a la que pertenece lo definido, y
las características que lo diferencian de esa clase de objetos. Por
ejemplo, en la definición de Lápiz (instrumento de escritura formado por
una barra de grafito envuelta en madera) la primera parte (instrumento
de escritura...) es el género, y la segunda (... formado por una barra de
grafito envuelta en madera) es la diferencia específica.
Ejemplo:
En física, se llama materia a cualquier tipo de entidad física que es parte del
universo observable y es capaz de interaccionar con los aparatos de medida. Es
decir, es medible.
¿Cuál es el género y cuál es la diferencia específica en esta definición de
“materia”?
_ La clasificación, que consiste en una serie de definiciones relacionadas
entre sí.
Ejemplo:
Hay varias formas conocidas de materia, algunas de ellas están detalladas a
continuación:
Los sólidos se forman cuando las fuerzas de atracción entre moléculas individuales
son mayores que la energía que causa que se separen. Las moléculas individuales se
encierran en su posición y se quedan en su lugar sin poder moverse. Aunque los
átomos y moléculas de los sólidos se mantienen en movimiento, el movimiento se
limita a una energía vibracional y las moléculas individuales se mantienen fijas en su
lugar y vibran unas al lado de otras. En la medida en que la temperatura de un sólido
aumenta, la cantidad de vibración aumenta, pero el sólido mantiene su forma y
volumen, ya que las moléculas están encerradas en su lugar y no interactúan entre
sí.
Los líquidos se forman cuando la energía (generalmente en forma de calor) de un
sistema aumenta y la estructura rígida del estado sólido se rompe. Aunque en los
líquidos las moléculas pueden moverse y chocar entre sí, se mantienen
relativamente cerca, como en los sólidos.
En la medida en que la temperatura de un líquido aumenta, la cantidad de
movimiento de las moléculas individuales también aumenta. Como resultado, los
líquidos pueden “circular” para tomar la forma del recipiente que lo contiene, pero
no pueden ser fácilmente comprimidas porque las moléculas ya están muy unidas.
Por consiguiente, los líquidos tienen una forma indefinida, pero un volumen
definido.
Los gases se forman cuando la energía de un sistema excede a las fuerzas de
atracción entre moléculas. Así, las moléculas de gas interactúan poco,
ocasionalmente chocándose. En el estado gaseoso, las moléculas se mueven
rápidamente y son libres de circular en cualquier dirección. En la medida en que la
temperatura aumenta, la cantidad de movimiento de las moléculas individuales
aumenta. Los gases se expanden para llenar sus contenedores y tienen una densidad
baja. Debido a que las moléculas individuales están ampliamente separadas y
pueden circular libremente en el estado gaseoso, los gases pueden ser fácilmente
comprimidos, como suele ocurrir con los gases envasados.
El plasma es un estado que nos rodea, aunque lo experimentamos de forma
indirecta. El plasma es un gas ionizado, esto quiere decir que es una especie de gas
donde los átomos o las moléculas que lo componen han perdido parte de sus
electrones, o todos ellos. Así, el plasma es un estado parecido al gas, pero
compuesto por electrones, cationes (iones con carga positiva) y neutrones. En
muchos casos, el estado de plasma se genera por combustión.
¿Por qué decimos que las clasificaciones son una serie de definiciones
relacionadas entre sí?
En este ejemplo podemos ver que la clasificación tiene que ver con cómo se
dan en la materia, las relaciones entre las fuerzas de atracción de las
moléculas, su estado y la energía de separación.
_ La comparación o analogía que establece relación con otro objeto,
situación, etc. con el fin de facilitar la comprensión.
Ejemplo:
Cuando la célula debe movilizar solutos a través de la membrana en contra del
gradiente de concentración, utiliza proteínas de transporte que realizan esta tarea a
expensas del gasto de energía, en forma de ATP.
Estas proteínas generalmente son denominadas “bombas”, en analogía con las
bombas de agua que se utilizan, por ejemplo, para extraer agua desde las napas
subterráneas hasta los tanques de depósito, y que requieren de energía eléctrica
para su funcionamiento.
¿Cuál es la analogía que se establece?
¿Por qué podemos decir que facilita la comprensión?
_ La ejemplificación. Los ejemplos sirven para apoyar lo que se explica y
también facilitan la comprensión.
Ejemplo:
Maleabilidad. Propiedad que tienen algunos materiales para formar láminas muy
finas. El oro es un metal de una extraordinaria maleabilidad permitiendo láminas de
solo unas milésimas de milímetros. La plata y el cobre también son muy maleables,
así como la hojalata, que es una aleación de hierro y estaño.
Actividad
Vamos a trabajar con el siguiente texto sobre los moluscos:
Molusco (del lat. Molluscus, blando) Zool. Tipo o filum animal con aprox.
120.000 especies, perteneciente a los deteróstomos. Los moluscos tienen piel
blanda y sin protección, con frecuencia recubierta por la secreción del pliegue
del manto, la concha. Han desarrollado una forma especial en la parte inferior
del cuerpo, denominada pie, lo que permite que se desplacen arrastrándose.
Se divide en dos subtipos. Los anfineuros son más primitivos. Exclusivamente
marinos, están provistos de dos pares de cordones nerviosos, que atraviesan
el cuerpo y forman una especie de sistema nervioso en escalera triple por
medio de cordones conectivos. Las clases solenogastros, con 140 especies, y
placóforos, con más de 1.000 especies, pertenecen a este grupo. El segundo
subtipo, conchíferos, comprende aquellos moluscos provistos de verdaderas
conchas continuas. En él se distinguen cuatro clases: los gasterópodos, con
aprox. 85.0000 especies, los escafópodos, con aprox. 300 especies; los
bivalvos, con aprox. 25.000 especies y los cefalópodos, con aprox. 8.500
especies.
(Tomado de Enciclopedia Clarín, Tomo 17. Bs. As. 1999).
1. Señalá la definición de molusco.
2. Hacé un cuadro sinóptico que permita entender claramente cómo se
clasifican.
3. A este texto expositivo le faltan ejemplos sobre las especies de cada
tipo. Te pedimos que busques algunos y los incorpores al cuadro que
hiciste.